L. Borges

Recuerdo el sigilo de la noche en mi escritorio cuando pesaba sobre mis manos el tomo uno de sus Obras completas. El escritor y la ciudad de Buenos Aires, con el admirable prólogo en el que cifra, de modo simultáneo, el amor a su madre y su destino literario. La plaza San Martín, el truco familiero de los porteños y la llaneza de una abierta gratitud para con todos los regalos de la literatura y las modestas diferencias de la ciudad. Después me detuve largamente por el sinuoso laberinto de sus cuentos, cuyo despliegue reposado de pausas y perfiles busca el centro de la comprensión. Por el espacio de sus caminos fulguran con intensidad los destinos y el instante de su resolución. En cada obra, un argentino, el universo o Dios mismo descubren, resignados ya, el rostro más cabal y la parte de su ser. Y hoy, que Borges representa el recuerdo de mis libros, entiendo la parte de mi destino presentida en su lectura. Porque allí, junto a él, entreveo la precisa sustancia de una gratitud lanzada hacia el detalle en el que despunta, acaso, el exceso de la diferencia.