Promesas incumplidas

Los casos de corrupción que han salido a la luz en el último tiempo en Chile nos hablan de un descontento social generalizado, cuyo origen podría resumirse en dos promesas:

  1. Al depositar toda la responsabilidad de la toma de decisiones en los representantes, se aseguran los mejores resultados, ya que se escoge a los profesionales más capacitados y legítimos para ello.
  2. Cualquier persona puede salir adelante, sin importar su procedencia, por medio del esfuerzo personal.

Esas promesas, hoy, han demostrado no tener piso.

A partir de ambas ideas se logró formar un conjunto de ciudadanos confiados, por un lado, en que su rol consistía en la sola emisión del voto como medio de sanción o premio y, por otro, en su propia capacidad de “agencia” -o esfuerzo personal- para construir el futuro que deseaban. El problema es que nadie nos dijo que ambas promesas estaban fundadas en dos afirmaciones exageradas, lo que las condenaba al más rotundo fracaso.

En primer lugar, la confianza ciega en los representantes sobredimensiona el rol que a ellos les cabe y disminuye la responsabilidad que cada uno de nosotros, como ciudadanos, tenemos. Cuando las personas se convencen de que no les compete saber de política ni definir cuáles son los temas relevantes a tratar en el desempeño de la misma, las preocupaciones reales de éstas se alejan del quehacer político, ya que se rompe el necesario vínculo entre representante y representado. Lo anterior se presta para que surjan los problemas que hoy se evidencian, sobre uso y abuso del dinero para influenciar la toma de decisiones por parte de actores que generalmente defienden sus intereses económicos a un nivel en el que ningún ciudadano de a pie tiene cabida.

Es el momento de dejar de actuar como ciudadanos que sólo pueden reclamar cuando la indignación y el cansancio llegan al tope y, por el contrario, convencernos de que el esfuerzo personal debe estar acompañado de condiciones de vida dignas y debidamente aseguradas para todos, sin distinción alguna.

Debiese ser lógico que una democracia necesite de la gente y que, en efecto, solo tiene sentido cuando los problemas y sueños de la ciudadanía son los que dirigen el rumbo del país. No obstante, de alguna manera, llegamos a conformarnos con un sistema que cumple sólo con los estándares mínimos esperables de cualquier nación que quiera llamarse democrática. La distorsión de este modo de funcionar ha conducido a una casi total desconexión entre los representantes y sus electores, al punto que hoy parece casi imposible que estos últimos incidan en la agenda del Gobierno.

Por su parte, la promesa en torno al esfuerzo personal desconoce la realidad de que cada persona empieza su lucha por mejorar sus condiciones desde distintos puntos de partida, con diversos -buenos, malos, regulares o excelentes- niveles de educación y salud. No puede esperarse justicia detrás de una promesa que desconoce las diferencias sociales y el deber de la ciudadanía de generar igualdad de oportunidades, porque ese esfuerzo jamás va a ser suficiente. Se exagera y se distorsiona el valor real y respetable del esfuerzo individual.

De este modo, cuando el tiempo fue revelando que hacía falta garantizar derechos que escapan a la propia “agencia”, la segunda de las promesas empezó a tambalear. Los movimientos estudiantiles y las huelgas de los funcionarios del sistema de salud expresaron el malestar de una ciudadanía que se reconocía con derechos limitados. Con lo anterior, admitir que la lucha por acceder a una buena educación sin tener que endeudarse de por vida, era una realidad compartida por muchos, fue un importante impulso para empezar a cambiar mentalidades. Ya no se pensaba que quienes no ganaban buenos sueldos o no accedían a las mejores universidades eran flojos. La injusticia del sistema se dio a conocer en todo su esplendor, lo que llevó a las primeras muestras de indignación en las manifestaciones del movimiento estudiantil de 2006.

Ese contexto de indignación bajó un poco su fuerza pero nunca desapareció. Sin embargo, hoy se dio paso al incumplimiento más explícito de la promesa que nos llevaba a confiar en los representantes. Si ya desconfiábamos del verdadero alcance del esfuerzo individual en un sistema que demuestra sus injusticias, los méritos de nuestros representantes y su capacidad para dar respuesta a las problemáticas también fueron puestos en duda. Más aún, el enorme impacto de los casos de corrupción se explica especialmente porque encarnan las dos promesas incumplidas.

El abuso de poder que implica utilizar una posición ventajosa para generar beneficios personales, desarma por completo la confianza en personeros que contaban con todas las atribuciones para definir el futuro del país. Al mismo tiempo, se burla del compromiso con el esfuerzo individual como principal motor para mejorar la calidad de vida de las personas.

Tal contexto debería servir para evaluar y analizar precisamente lo que estaba contenido en las promesas incumplidas. Es el momento de dejar de actuar como ciudadanos que sólo pueden reclamar cuando la indignación y el cansancio llegan al tope y, por el contrario, convencernos de que el esfuerzo personal debe estar acompañado de condiciones de vida dignas y debidamente aseguradas para todos, sin distinción alguna. A su vez, tenemos el derecho de exigir a nuestros representantes los estándares de transparencia que deben formar parte de su desempeño, pero, también, el de recuperar el espacio e importancia de lo político en la vida cotidiana de las personas, su capacidad de expresar -no sólo por medio de manifestaciones- los deseos de los ciudadanos, que deberían configurar el actuar de quienes se desempeñan como políticos.

Esa tarea no puede alcanzarse si nos quedamos con el enojo y la desconfianza merecida que han provocado los últimos años de decepciones. El protagonismo que nos corresponde no tiene que ser sinónimo de anular la política, sino que de recobrar el sentido real de la democracia; ésa que tiene al pueblo en el centro de las decisiones.

Ojalá no olvidemos que precisamente el abuso de poder es lo que esconden los problemas de corrupción; pero aún más importante que eso, que la reflexión final o la conclusión de nuestra molestia no debiera ser: “son todos corruptos, que ellos no decidan por nosotros”. Reivindicar el derecho y la posición de protagonista del pueblo en el proceso de toma de decisiones es independiente de las características que tengan o que les exijamos a nuestros representantes, porque incluso si no existiesen casos de corrupción, nuestro rol seguiría estando limitado y disminuido, y la reivindicación de éste, seguiría siendo justa y urgente. Re-inventemos nuestro papel en el funcionamiento del país, la responsabilidad que nos cabe y la importancia de la actividad política, para exigir lo justo a nuestros representantes, y para destacar la relevancia tanto de su labor como de la nuestra. Sólo así, quizás, eliminaremos la posibilidad de contar con nuevas promesas incumplidas.

Chilena. Cientista Político UDP, Magíster en Pensamiento Contemporáneo y Filosofía Política UDP, Magíster en Teoría Política de la Universidad de Sheffield (Inglaterra) y candidata a Dra. en Filosofía de la Universidad de Glasgow (Escocia).

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